Per Xavier Sala i Martín, Columbia University, UPF y (LA VANGUARDIA, 17/12/09):
Una de las frases más archirrepetidas del economista más famoso del siglo XX, John Maynard Keynes, es: “En el largo plazo, todos estaremos muertos”. Con ello, Keynes quería decir que las políticas económicas debían centrarse en sus efectos inmediatos e ignorar sus consecuencias futuras. Por eso, la recomendación estrella de Keynes para acabar con la gran depresión de los años treinta fue el aumento del gasto público financiado con deuda. Su argumento: el dinero que el Gobierno gastara tendría efectos inmediatos sobre la demanda mientras que la deuda generada no tendría consecuencias negativas hasta un futuro lejano… pero eso no era problema porque, para entonces, “todos estaríamos muertos”.
Durante mucho tiempo, muchos creyeron que Keynes tenía razón. Y los políticos del mundo entero se dedicaron a gastar y endeudarse cada vez que venía una recesión. Con los años, la idea fue perdiendo adeptos. Por un lado los economistas notaron que la duración de la gran depresión había sido excepcional. La mayoría de recesiones eran mucho más cortas. De hecho, eran tan cortas que entre que el Gobierno decidía y aprobaba los programas de gasto, organizaba los concursos públicos de adjudicación y comenzaban las obras, la crisis ya había terminado, por lo que el gasto llegaba a la economía cuando no se necesitaba.
Por otro lado, durante los años ochenta y noventa, se vieron claramente las consecuencias de un excesivo endeudamiento: igual que pasa con todas las familias, cuando un Estado se endeuda por encima de sus posibilidades llega un momento en que los acreedores le cortan el grifo. Entonces sólo se pueden hacer dos cosas: aumentar dramáticamente los impuestos y reducir drásticamente el gasto. El problema es que ambos tienden a causar una profunda recesión. Eso es exactamente lo que pasó en países de América Latina y Áfricadurante la llamada “crisis de la deuda” de los ochenta y en países asiáticos y europeos durante los noventa. Estaba claro, pues, que eso de que la deuda no nos debía preocupar no era exactamente cierto y decenas de países de todo el mundo lo aprendieron por la vía más cruel. Eso puso el último clavo en el ataúd del keynesianismo tradicional: en el largo plazo no todos estábamos muertos. ¡En el largo plazo quien estaba muerto era Keynes!
Parecía que todo esto eran lecciones bien aprendidas. Al menos eso es lo que enseñábamos en las facultades de Economía y eso es lo que hacían los ministros de Finanzas de los países bien gestionados que incluso llegaban a tener superávits fiscales por si las moscas. Pero luego, con la crisis del 2008-2009, sucedió algo asombroso: ¡todo lo que habíamos aprendido durante un siglo se lanzó por la borda! Presas del pánico del momento, profesores, economistas y políticos que hasta entonces habían sido sensatos, abandonaron su cordura y aplicaron los programas de dispendio público más grandes que jamás ha visto el hombre (o la mujer). Los déficits fiscales y la deuda pública aumentaron hasta límites que sólo dos años antes habrían sido catalogados de locura. De hecho, en los países de la zona euro eran ilegales porque violaban los pactos de estabilidad sobre los que se había construido la moneda única. Pero nada de eso pareció importar. El beneficio económico a corto plazo era lo único relevante y las nefastas consecuencias de la deuda eran ignoradas porque sus efectos ocurrían en el largo plazo y “en el largo plazo estamos todos muertos”. Keynes había resucitado.
El problema es que, cuando el 2009 todavía no ha finalizado y todavía no estamos muertos (y algunos países como España ni siquiera han salido de la crisis), el largo plazo parece haber llegado. Y es que los mercados financieros ya están anunciando problemas para algunos de los estados que más se han endeudado. Las primas de riesgo de la deuda española, griega e irlandesa son cada día más altas. Es decir, el riesgo de morosidad de esos países aumenta diariamente. Las primas de seguro que se pagan para asegurar a los acreedores del Gobierno español han subido en un 75% (repito ¡75%!) en los últimos cuatro meses. Eso ha hecho reaccionar a las tres grandes empresas de rating (firmas independientes que evalúan el riesgo de que un gobierno no pueda pagar lo que debe y se convierta en moroso), que han hecho movimientos. La empresa Fitch Ratings ha bajado la categoría de los bonos del Gobierno de Grecia dos veces en pocas semanas. Por su parte, Standard & Poor´s ha rebajado la perspectiva de su valoración del Gobierno de España de “estable” a “negativa”. Finalmente, Moody´s predice que España es el país con mayor riesgo económico de Europa para el 2010.
Esta situación no es buena. Todavía no es dramática pero no es buena. En el mejor de los casos, todo esto quiere decir que ya no queda margen para la expansión fiscal. Si es así, a las economías que todavía no han salido de la crisis, como la española, sólo les quedan las famosas reformas estructurales de las que tanto se habla y de las que tan poco se sabe. En el peor de los casos, los acreedores pueden cerrar el grifo del crédito que obligue al Gobierno a equilibrar sus cuentas subiendo impuestos y reduciendo gasto de un día para otro. Cuando uno actúa pensando que los costos de largo plazo no deben ser tenidos en cuenta, uno acaba intentando salir de una crisis plantando las semillas de la siguiente. Y es que, a veces, el largo plazo llega muy pronto. Tan pronto que lo mejor que podemos hacer es reinstaurar la cordura fiscal… y enterrar a Keynes.
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